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«Un héroe de nuestro tiempo«

Arturo
Pérez Reberte
(XLSemanal, nº 974, del 25-06-2006 al 01-07-2006)

Todavía no ha llegado a despreciarlos: sabe que la mayor parte
son buenos chicos, con ganas de agradar y de jugar

Ahí
sigue, el tío. Aún no se ha vuelto un mercenario de
la tiza, de esos que entran en el aula como quien ficha donde ni le
va ni le viene. Tal vez porque todavía es joven, o porque es
optimista, o porque tuvo un profesor que alentó su amor por
las letras y la Historia, cree que siempre hay justos que merecen
salvarse aunque llueva pedrisco rojo sobre Sodoma. Por eso, cada día,
pese a todo, sigue vistiéndose para ir a sus clases de Geografía
e Historia en el instituto con la misma decisión con la que
sus admirados héroes, los que descubrió en los libros
entre versos de la Ilíada, se ponían la broncínea
loriga y el tremolante casco, antes de pelear por una mujer o por
una ciudad bajo las murallas de Troya. Dicho en tres palabras: todavía
tiene fe.

Aún
no ha llegado a despreciarlos: sabe que la mayor parte son buenos
chicos, con ganas de agradar y de jugar. Tienen unas faltas de ortografía
y una pobreza de expresión oral y escrita estremecedoras, y
también una escalofriante falta de educación familiar.
Sin embargo, merecen que se luche por ellos. Está seguro de
eso, aunque algunos sean bárbaros rematados, aunque los padres
hayan perdido todo respeto a los profesores, a sus hijos y a sí
mismos. «Voy a tener que plantearme quitarle de su habitación
la play-station y la tele», le comentaba una madre hace pocas
semanas. Dispuesta, al fin, tras decirle por enésima vez que
lo de su hijo estaba en un callejón sin salida, a plantearse
el asunto. La buena señora. Preocupada por su niño,
claro. Desasosegada, incluso. Faltaría más. La ejemplar
ciudadana.

Pero,
como digo, no los desprecia. Lo conmueven todavía sus expresiones
cada vez que les explica algo y comprenden, y se dan con el codo unos
a otros, y piden a los alborotadores que dejen al profesor acabar
lo que está contando. Lo hacen estremecerse de júbilo
las miradas de inteligencia que cambian entre ellos cuando algo, un
hecho, un personaje, llama de veras su atención. Entonces se
vuelven lo que son todavía: maravillosamente apasionados, generosos,
ávidos de saber y de transmitir lo que saben a los demás.

En
ocasiones, claro, se le cae el alma a los pies. El «a ver qué
hacemos todo el día con él en casa», como única
reacción de unos padres ante la expulsión de su hijo
por vandalismo. Por suerte, a él nunca se le ha encarado un
chico, ni amenazado con darle un par de hostias, ni se las han dado,
el alumno o los padres, como a otros compañeros. Tampoco ha
leído todavía el texto de la nueva ley de Educación,
pero tiene la certeza de que los alumnos que no abran un libro seguirán
siendo tratados exactamente igual que los que se esfuercen, a fin
de que las ministras correspondientes, o quien se tercie, puedan afirmar
imperturbables que lo del informe Pisa no tiene importancia, y que
pese a los alarmistas y a los agoreros, los escolares españoles
saben hacer perfectamente la O con un canuto. Mucho mejor, incluso,
que los desgraciados de Portugal y Grecia, que están todavía
peor. Etcétera.

Y
sin embargo, cuando siente la tentación de presentarse en el
ministerio o en la consejería correspondiente con una escopeta
y una caja de postas –«Hola, buenas, aquí les traigo
una reforma educativa del calibre doce»–, se consuela
pensando en lo que sí consigue. Y entonces recuerda la expresión
de sus alumnos cuando les explica cómo Howard Carter entró,
emocionado, con una vela en la cámara funeraria de la tumba
de Tutankhamon; o cómo unos valientes monjes robaron a los
chinos el secreto de la seda; o cómo vendieron caras sus vidas
los trescientos espartanos de las Térmópilas, fieles
a su patria y a sus leyes; o cómo un impresor alemán
y un juego de letras móviles cambiaron la historia de la Humanidad;
o cómo unos baturros testarudos, con una bota de vino y una
guitarra, tuvieron en jaque a las puertas de su ciudad, peleando casa
por casa, al más grande e inmortal ejército que se paseó
por el suelo de Europa. Y así, después de contarles
todo eso, de hacer que lo relacionen con las películas que
han visto, la música que escuchan y la televisión que
ven, considera una victoria cada vez que los oye discutir entre ellos,
desarrollar ideas, situaciones que él, con paciente habilidad,
como un cazador antiguo que arme su trampa con astucia infinita, ha
ido disponiendo a su paso. Entonces se siente bien, orgulloso de su
trabajo y de sus alumnos, y se mira en el espejo por la noche, al
lavarse los dientes, pensando que tal vez merezca la pena.

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