El tiempo es oro. ¿Qué duda cabe? Pero cuando se
trata del tiempo de nuestros estudiantes sometidos a la presión
académica, cuando están cerca los exámenes
finales, cuando se están jugando su futuro… ese
tiempo que se dedica a otras cosas puede llegar a provocar grandes
estragos.
Siempre hablamos de los “distractores” internos (aquellos
que dependen del individuo: el sueño, el hambre, los problemas
familiares, los conflictos personales…) y de los externos
(las redes sociales, los móviles, el ambiente de trabajo,
el entorno…). También hablamos de las causas que
los provocan. Sin embargo, en pocas ocasiones nos paramos a pensar
en las distracciones que nosotros, como docentes, que la administración
y, en general, que el sistema educativo podemos llegar a crear.
Nos hemos convertido en un causante más de la distracción
que sufren nuestros alumnos.
De todos es sabida la necesidad de la evaluación, sin duda
alguna es uno de los pilares de la educación. Desde el
momento en que esto es así es absolutamente imprescindible
que se haga de una manera rigurosa, precisa y ajustada a la realidad,
pero sobre todo, siempre y cuando sea necesaria.
En estos momentos estamos sufriendo la obsesión de la LOMCE
y de su parisino artífice por evaluar. Tenemos evaluaciones
para todos los gustos, para alumnos de tercero de primaria, para
alumnos de sexto de primaria, para los de cuarto de la ESO, para
bachillerato, en fin… un amplio espectro evaluativo que
hasta nuestros alumnos, con tanto chequeo, se han convertido en
auténticos profesionales de la evaluación, como
si no tuvieran bastante con los que hacen a lo largo de todo el
curso. Esto me lleva a pensar para qué sirven unos
u otros. ¿Estamos duplicando el proceso evaluativo? Porque,
de hecho, todos los docentes evalúan a sus alumnos trimestral
y anualmente. ¿No basta con esto?
Mucho se ha hablado ya de los propósitos de estas evaluaciones.
Para algunos, pruebas esenciales en el proceso educativo; para
otros, oscuras herramientas de calificación. Pero lo que
están demostrando una y otra vez es que son un auténtico
estorbo en el día a día de las aulas.
Raro es el año en el que no vemos algún escándalo
en torno a estas pruebas. Creo recordar desde filtraciones de
exámenes, hasta el uso de exámenes sin licencia
del autor e incluso el plagio de alguno de ellos. Pero este aspecto,
al fin y al cabo, solo denota la calidad y el sentido de estos
controles.
Esta situación se complica aún más cuando
los resultados tocan el prestigio de los centros. ¡Aquí
es donde duele! Todos queremos que nuestros hijos estudien en
los mejores centros, y ahora con la abundante oferta en nuestras
ciudades, las empresas que se dedican a la educación a
través de conciertos con las administraciones es donde
se la juegan. ¿Y qué hacer para quedar bien en las
pruebas? Practicar, practicar y volver a practicar… hasta
que los estudiantes sean expertos en exámenes, aunque esto
conlleve grandes lagunas curriculares. Se abusa del tiempo dedicado
a la preparación de estas pruebas, solo con el objetivo
de que el centro quede entre los mejores.
Muchos se escudan en la necesidad de participar en el famoso informe
PISA. Recordemos que este informe lo elabora, aunque auspiciado
por la OCDE, un holding de empresas que evalúa a quienes
los contratan. De algún modo esto me recuerda a las agencias
de calificación bancaria como Standard & Poor’s
que puntuaban de forma negativa a los países que no contrataban
sus servicios.
Sea como fuere, en estos días en que nos encontramos en
medio de las pruebas de primaria, secundaria y bachillerato me
surgen algunas preguntas sobre su finalidad: ¿Son para
el alumnado en general? ¿Son para los alumnos en particular?
¿Son para los centros? ¿O simplemente meros “distractores”?
HOY